Manuel Vázquez de Montalbán, La Aznaridad
Sobre el verde, los beligerantes jugadores de Convergència i Unió (CiU) y del Partido Popular (PP), además de los veteranos del Partido Nacionalista Vasco (PNV). El primer disparo a puerta fue obra de Esperanza Aguirre, seis días después del cierre de las semifinales. En un artículo publicado en El Mundo solicitó a los finalistas “no presentarse a competir” en el Campeonato de España con “ánimo de ganarlo” si con ello “desprecian la Nación Española”. Difícil petición para los líderes del palmarés del torneo, que disputarán la 39ª (Athletic) y 37ª (Barça) final de su historia.
Las palabras de Aguirre encontraron respuesta en el portavoz de Deportes de CiU en el Senado, Josep Maldonado. Solicitó al Gobierno que la Comisión Antiviolencia analizara las declaraciones, por considerar que podrían “incitar a la violencia de grupos ultras y radicales”. A pesar de lo enfangado del terreno, el partido ya era un continuo ida y vuelta.
PITAR EL HIMNO. LOS LÍDERES
DESALOJAR EL ESTADIO
Pegada a la línea de cal, en la banda derecha, una nueva jugada de María Dolores de Cospedal reactivó a sus rivales. “Si uno no quiere ir a ver la final de Copa, que no vaya. Y si un equipo no está conforme, que no juegue. Yo desalojaría del estadio a quienes silben el himno”. Su equipo apostó por ese estilo de juego que siempre ha contentado a parte de su electorado: la defensa irrenunciable de la unidad nacional. La número dos de los conservadores recibió respuesta de todas las bancadas, incluso de la suya, aunque moderada. Crisis de vestuario, que dirían en el Real Madrid.
Discrepó el director de los Mossos d’Esquadra, Albert Batlle, reconociendo en una entrevista concedida a la agencia ACN que “ninguno se plantea seriamente” desalojar el estadio del Barcelona si hay una pitada al himno español. El alcalde de Barcelona, Xavier Trias (CiU), acompañado de su homólogo bilbaíno, Ibon Areso (PNV), aseguró “que el Rey nunca suspendería la final por los pitos al himno, porque es una persona inteligente». No perdieron los ediles la oportunidad de armar un contraataque con la elección de la sede de la final como argumento. Indignado e ironizando, Areso propuso incluso disputarla en Inglaterra tras la negativa del Real Madrid a ceder el Santiago Bernabéu.
A estas alturas del partido resultó difícil que ninguno de los dos clubes se pronunciara. “La señora María Dolores de Cospedal está en campaña electoral. (…) Si hay dos aficiones legitimadas para estar presentes y no ser desalojadas son éstas”, espetó el vicepresidente del Barcelona, Carles Vilarrubí. En Lezama, por medio de su presidente, Josu Urrutia, se expresaron con claridad, pero sin entrar al trapo: “Cualquier sensibilidad política está integrada en el Athletic y las tenemos calladas, lo deportivo debe imperar. En este tipo de cuestiones, con unas elecciones de por medio y unos intereses que vaya a saber cuáles son, me parece lo más prudente defender los intereses del Athletic en la Federación”.
En la Sexta Noche, el periodista Hilario Pino invitó al pujante líder de Ciudadanos, Albert Rivera, a esta particular final. «Hay que tomar decisiones proporcionales, y no creo que esa sea la mejor solución», opinó en coincidencia con la presidenta del PP del País Vasco, Arantza Quiroga. Sorprende que Oriol Junqueras (ERC) sea menos ambiguo que Artur Mas: «Preferiría que no silben el himno».
LOS PROTAGONISTAS
SUSPENDER EL PARTIDO
Como ya propuso hace tres años, Esperanza Aguirre insiste en mirarse en el espejo de Francia: si se pita el himno, se suspende el partido. Javier Tebas, presidente de la LFP y antiguo militante de Fuerza Nueva, también habló al respecto: “Por el hecho de que haya ocurrido otras veces, no se puede convertir en una tradición, en una costumbre. ¿Suspender la final? ¿Por qué no? No me parece bien que se pite al rey y al himno”.
Actualmente se carece de base para suspender un encuentro con motivo de una pitada. Sería necesario promulgar una ley específica. Es el árbitro quien decide en caso de altercados, siempre de distinta naturaleza que los pitos. Además, el colegiado debe agotar todas las alternativas posibles antes de la suspensión.
En 2012 llegó desde las Cortes Valencianas hasta el Congreso una propuesta para castigar las ofensas a España y a sus símbolos en eventos deportivos. El propio Partido Popular, autor de la iniciativa, solicitó sin efecto que no se votara. Consideraba que lo planteado ya se recogía en la Ley del Deporte de 2007 y adelantó que emprendería una reforma más amplia. Alfred Bosch (ERC) prefirió extender una estelada al ritmo de: “A ustedes lo que les molesta es la exhibición de banderas como ésta”. A día de hoy, no se han avanzado posiciones. Quizás no sea tan importante, pero entonces, ¿por qué tanto ruido?
¿VIOLENCIA?
LOS EXTREMOS Y LA MESURA
Cuando no hay otra base en la que apoyarse que los sentimientos, los extremos se pueblan de devotos. Saben tantos hablar de fútbol como de política, incluso se atreven a decirle a la historia lo que debe ser y no lo que es. Aparece el cinismo y desaparece el pudor. Fútbol y política relegados al nivel más profano.
El partido, declarado de alto riesgo, sirvió de desahogadero al presentador del programa La Ratonera, Armando Robles. En una entrevista con el fundador de Soluciones Ciudadanas, Gerard Bellalta, se despachó con toda serie de irracionalidades: «¿Dónde metemos a esos 70.000 cerdos, cerdos, he dicho bien, vascos y catalanes que van a acudir a la final de la Copa del rey a degradar los símbolos de nuestra nación? (…) Yo los mandaría a esos países del ébola, para hacer turismo sanitario en Senegal, ya me entiendes». El señor Bellalta colmó de inmundicia el programa al hablar de “ratas separatistas”. La Comisión Antiviolencia propuso una multa de 60.001 euros.
En el otro extremo, con mayor uso de razón, pero en actitud desafiante y transgresora, aquellos que promueven y defienden una sonora pitada al himno, sea la versión de 27 o 52 segundos. Señaló ABC hace unos días que grupos independentistas vascos crearán una plataforma que llame a protestar contra la Jefatura del Estado. También enumeró la extensa lista de plataformas nacionalistas catalanas vinculadas a políticos que ya trazan sus planes. Poco tardó la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, en advertir que “no todo puede utilizarse al servicio de la independencia”.
Una de las plataformas es Catalunya Acció, en la que se habla de la “imposición de un himno extranjero” perteneciente a un estado que les “saquea”. «Los catalanes no dejarán pasar esta oportunidad y no entrarán en consideraciones ridículas y propias de la mentalidad del esclavo de si ‘somos o no educados’ con los que nos quieren hacer desaparecer como pueblo. Si ellos nos insultan y quieren reducirnos a la nada, nosotros silbaremos sonoramente», zanjan.
Y en medio de estas posturas enconadas, aquellos que, siendo independentistas, nacionalistas españoles o cualquier otra cosa, optan por el respeto mutuo. No quieren dar al tema más importancia de la que tiene. Saben que solo es el reflejo de un problema mayor, el de hallar una fórmula que nos permita cohabitar, diseñar una nueva vertebración del Estado. Se entregan a la razón, no al sentimiento. Cuestionan las historias que tienen un comienzo único, como si antes de ello no hubiera existido nada. Saben que cada club tiene unos vínculos centenarios con el sentir de su ciudad. Aceptan los estadios como lugar de exhibición de pasiones colectivas. Saben que el idioma es algo circunstancial, anterior a los políticos, con un fuerte arraigo familiar y difícilmente mesurable en porcentajes académicos. Son aquellos que ven cómo el fútbol bebe de la política, y viceversa, pero detestan profundamente que la política se haya convertido en fútbol al estilo del Chiringuito de Jugones.