Como todo lo que aconteció en el periodo de entreguerras, la Copa del Mundo celebrada en Francia en el año 1938 tiene un recuerdo en blanco y negro. Una competición marcada por las disputas políticas e institucionales, que privaron al espectador de ver en competición a muchas selecciones. Pero en toda su crudeza, en un ambiente prebélico en Europa, aunque la guerra ya había llegado a Austria, aquel torneo introdujo importantes novedades e historias curiosas. El tercer Mundial de la historia lo ganó Italia, revalidando el título conseguido cuatro años antes y convirtiéndose así en el primer bicampeón. El devenir del fútbol llevaría a muchas otras selecciones a igualar y superar esa gesta. Pero el hombre que dirigía a Italia en aquellos años 30, Vittorio Pozzo, sigue siendo a día de hoy el único seleccionador con dos Mundiales en su haber. En aquellos días de competición también hubo tiempo para descubrir a uno de los primeros grandes jugadores que dio el fútbol: el brasileño Leonidas da Silva, que con siete goles se alzó como máximo goleador de la competición.
Para hablar de Francia ’38 es tan importante hablar de quiénes estuvieron presentes como de los ausentes. Italia y Hungría disputaron aquella final que consagró a Italia en la élite y comenzó a labrar la leyenda húngara, equipos mágicos pero ajenos al éxito. Aquel torneo se disputó en Francia porque el presidente de la FIFA era francés. Jules Rimet quería ver en casa el Mundial. Y lo logró. La decisión del organismo exasperó sobremanera a los ingleses, que como inventores de la cosa demandaban para ellos la celebración del campeonato. Los ingleses se quedaron en casa. Su mensaje: el fútbol sin ellos simplemente no era fútbol. Pero tampoco viajaron a Francia ni los argentinos, rivales de Francia en la elección de la sede, ni los uruguayos, enfurruñados todavía por el boicot que varias selecciones habían hecho a su Mundial en 1930.
Así, el peso latinoamericano en ese campeonato iba a ser cosa de Brasil y Cuba. Las dos darían que hablar. Fue la primera vez que Asia mostró su fútbol al mundo con la presencia de las Indias Holandesas. Pero el torneo tuvo un tinte ciertamente europeo. A aquel Mundial llegaron Francia, como organizador, e Italia, como vigente campeón, sin jugar las rondas previas. La FIFA seguía pulsando teclas para dar con el modelo de torneo que quería. El sistema de competición era el de la eliminación directa, con dieciséis equipos emparejados desde octavos de final. Pero a Francia solo viajaron quince selecciones. El emparejamiento Suecia-Austria no llegó a disputarse porque el combinado austriaco fue desmantelado. Muchos de sus jugadores fueron obligados a integrarse en la Alemania nazi. Apenas tres meses antes Adolf Hitler había invadido Austria y denigrado al país a la consideración de mero distrito en el III Reich. Quedaba un año para el inicio de la II Guerra Mundial, pero Europa ya olía a guerra, y la Copa del Mundo sirvió de tablero geopolítico. Ya se movían piezas.
Volviendo al sistema de competición, no existían ni las prórrogas ni los empates. Si un encuentro terminaba en tablas se volvía a disputar días después en busca del ganador. Esa posibilidad tuvo que desarrollarse ya en los primeros cruces. Cuba ganó a Rumania por 2-1 en el segundo partido después de empatar a 3 en la primera contienda. Lo mismo sucedió en el partido entre Suiza y una Alemania nazi que alineó ya en aquel partido hasta cinco futbolistas de la difunta Austria. Empate a uno en el primer partido. La situación en el vestuario no era la idónea. Para el siguiente partido ante los helvéticos, el seleccionador alemán prescindió de los jugadores austriacos, que eran realmente los buenos. Alemania perdió 4-2, se despidió del Mundial y Hitler perdió la oportunidad de utilizar el deporte como escaparate y bandera del nazismo ante el mundo.
Los capitanes de Italia, Giuseppe Meazza, y Hungría, Gyorgy Sarosi, se saludan en el momento del sorteo inicial en presencia del colegiado del encuentro, el francés George Capdeville / Getty Images
Antes de llegar a las semifinales, los cuartos de final regalaron la que todavía sigue siendo una de las mayores goleadas de la historia de la Copa del Mundo. Suecia le metió un 8-0 a Cuba. Pero en la ronda siguiente los suecos recibieron de la misma medicina. Hungría los derrotó por 1-5, haciendo buenos los pronósticos que lo colocaban como uno de los favoritos. Llegaban a la final con 13 goles a favor y solo uno en contra en tres partidos.
Por el otro lado del cuadro Italia avanzó hasta semifinales eliminando a los anfitriones en cuartos de final y a los noruegos en su primer partido. En semifinales se las vieron con Brasil. Los cariocas llegaban jugando tan bien, con Leonidas en plan estelar, que todos les daban como favoritos. Pero el seleccionador, Adhemar Pimenta, tomó una decisión nefasta. Confiado en sus posibilidades, decidió reservar a Leonidas «porque lo queremos tener bien fresco de cara al partido final». Un exceso de confianza que tal vez alargó en dos décadas el momento en el que Brasil comenzó a reinar en los Mundiales. Prescindir de Leonidas era prescindir de un jugador que había metido cinco goles en tres partidos. Brasil se quedó fuera de la final tras perder 2-1 aquella semifinal. Su última gran aportación en ese Mundial vendría de nuevo de la mano de Leonidas, que reapareció con dos goles ante Suecia para dar el triunfo a su selección por 4-2 en el partido que determinaba el tercer clasificado.
«VENCED O MORID»
Antes de aquella final Italia iba a ser receptora de un particular mensaje de aliento que les llevaría a entender que no había más alternativa que la victoria. Como Hitler, Benito Mussolini entendía el acontecimiento deportivo como un escaparate, una oportunidad de publicitar su ideología fascista en el mundo. Il Duce envió un telegrama al capitán del equipo, Giuseppe Meazza, en el que dejaba muy claro la imperiosa necesidad de la victoria. No había alternativa. «Debemos ser campeones para enseñar al mundo lo que es el ideal fascista», rezaba un texto que finalizaba con un contundente «venced o morid». Mussolini ya había utilizado sus particulares técnicas de arenga en el Mundial disputado cuatro años antes en territorio transalpino. En aquella ocasión fue el propio Vittorio Pozzo quién se encargó de recoger el mensaje: «Que Dios les ayude si fracasan». Italia venció aquel Mundial y Mussolini persistió en sus técnicas motivacionales.
Los italianos llegaron a la final jugándose, literalmente, la vida. Dos escuadras diferentes en su estilo pero competitivas como ninguna. Los húngaros eran dignos predecesores de aquel equipo mágico del año 1954 que liderado por Ferenc Puskas practicó un fútbol exquisito. Pero como sucedería años después, Hungría volvió a quedarse a las puertas de la gloria. Practicaban los húngaros un fútbol alegre. Así lo cuentan las crónicas de la época y lo atestiguan los fragmentos audiovisuales que se conservan. Un equipo tocón, con gusto por el balón. Italia era un equipo más físico, más rápido.
El seleccionador italiano, Vittorio Pozzo, sostiene la Copa del Mundo en presencia de toda la plantilla. Los transalpinos se convertían en bicampeones del mundo y él en el único entrenador con dos mundiales. Récord que permanece inalterado hasta la fecha / Reuters
Como todo el fútbol anterior a 1974, los factores defensivos eran menos colectivos, premiando más la marca individual, el ida y vuelta era tónica general. Así comenzó un partido con un inicio frenético. A los seis minutos Italia ya se había puesto por delante en el marcador merced a un gol de Gino Colaussi. Pero poco tardaron en reponerse los húngaros. Apenas dos minutos después Pál Titkos había certificado la igualada para Hungría. Pero ya sea por la experiencia o porque los italianos corrían más, casi como si escaparan de los latigazos de su amo, de la «advertencia» de Mussolini, Italia fue haciéndose superior en el campo. En el minuto 16 Silvio Piola hacía el 2-1, y cerca del final del primer tiempo Colaussi repetía diana para dejar muy encarrilada la final.
‘EL MÉTODO’ DE VITTORIO POZZO
La superioridad de Italia se cimentaba en la revolución táctica que Pozzo llevaba implantando en el equipo. Lo que todavía hoy se conoce como ‘El Método’ consistía en un dibujo 2-3-2-3. Era una estructura que juntando su segunda y tercera línea era capaz de crear superioridades con hasta cinco hombres en el centro del campo. Lo ideal para presionar y robar a un equipo que gustaba de tener el balón como lo hacía la selección de Hungría. Y una vez se recuperaba el balón, tres atacantes para salir deprisa.
Como en el 54, lo mejor que tenían los húngaros era la delantera con Vincze, Sarosi y Szengeller. Fue precisamente Sarosi quién a veinte minutos para el final acortó distancias. Pero en el amago de un empuje final por parte de los húngaros Italia volvió a arrancar y tras una buena combinación entre Piola y Biavati, el primero terminó con un disparo ante el que nada pudo hacer Szabo. El meta húngaro tendría, acabado el partido, su momento de gloria. Por el momento, dos dobletes de Piola y Colaussi convertían a Italia en bicampeona del mundo. Y, de paso, hacían que los franceses tuviesen en su debe el haber sido el primer país anfitrión que no lograba el título. Mussolini tenía su trofeo, una pieza que exhibir como emblema del fascismo, aunque nada político había en ese equipo. Solo un buen equipo y un entrenador revolucionario que lograron hacer historia. Era aquella una Italia de ‘camisas negras’, de sumisión al nazismo e invasiones en Etiopía. Pero también era la Italia de Vittorio Pozzo y Giuseppe Meazza. Una Italia de fútbol. Al terminar del partido, en el desconsuelo de los jugadores de Hungría, solo el portero Antal Szabo fue capaz de levantar la cabeza y encontrar un resquicio de luz en la niebla: «Al menos encajando estos cuatro goles he salvado la vida de 11 futbolistas».
Aquél fue el último evento deportivo antes del estallido de la II Guerra Mundial, que irrumpiría pocos meses después, aunque por aquel entonces Europa ya estaba en guerra. Un mundial, por supuesto sin España, envuelto el país en plena Guerra Civil, y en el que Italia consolidó su reinado. Nadie podía imaginar en ese momento que los transalpinos iban a tardar 44 años en volver a ser campeones del mundo. Lo harían en España 82, agarrados a la ‘resurrección’ de Paolo Rossi. Hasta doce años después no volvería a disputarse una Copa del Mundo, lo haría en Brasil en 1950. Ese fue el tiempo que a Italia le duró el honor de ser el único bicampeón. Uruguay iba a igualar su marca con el que todavía es a día de hoy uno de los partidos más importantes de la historia del fútbol: El maracanazo. Para entonces nada iba a quedar de Mussolini, pero tampoco de la Italia de Pozzo y Meazza. Se fueron, al menos, con el encargo cumplido: «¡Venced o morid!». Vencieron.
FICHA TÉCNICA
Mundial de Francia 1938 (Final): Italia 4 – 2 Hungría
Estadio: Olímpico de París (45.000 espectadores)
Árbitros: George Capdeville -FRA- (colegiado); Hans Wüthrich -SUI- y Gustav Krist -TCH- (auxiliares)
ALINEACIONES
ITALIA: Aldo Olivieri, Alfredo Foni, Pietro Rava, Pietro Brunori, Michele Andreolo, Ugo Locatelli, Amedeo Biavati, Giuseppe Meazza (c), Silvio Piola, Ferrari joven, Gino Colaussi. Directora Técnico: Vittorio Pozzo
Hungría: Antal Szabó, Gyula Polgar, Sandor Antal Biro Szalay, Gyorgy Szucs, Gyula Lazar, Ferenc Sas, Vincze, Jeno, fangosa Gyorgy (c), Gyula Zsengellér, PAL secreto. Directora Técnico: Alfred Schaffer
GOLES
Gino Colaussi (1 – 0, min. 6), Pal Titkos (1 – 1, min. 8), Silvio Piola (2 -. 1, min 16), Gino Colaussi (3 -. 1, min 35), György Sárosi (3 -. 2, min 70), Silvio Piola (4 -. 2, min 82)